lunes, 25 de junio de 2007

Materia, Libertad y Felicidad en las Confesiones de San Agustín

SAN AGUSTÍN

Iván Espinosa N.

Autor Medieval .

MATERIA, LIBERTAD, Y FELICIDAD

En Agustín la visión del mundo, y, sobre todo, del hombre incluye de forma insoslayable a la materia como fuente contenedora de todo el bagaje instintivo y pasional, aparece como el receptáculo macizo y denso de ese flanco de la naturaleza humana que se planta en decidida y determinada oposición, en contumaz y pétrea postura antitética, contraria a aquella otra parte que responde, cuando puede, a los llamados lejanos de lo divino.

En la materia reside de forma adherida y firme el placer en todas sus variadísimas gamas, en todas sus infinitas y pletóricas maneras de expresión y manifestación, asentándose como revoltosos y briosos rugidos que galopan naturalmente dentro de la interioridad humana, produciendo en ella un sinnúmero de pasiones y emotividades sedientas de libertad, de desafuero, de máxima saciedad.

El orgullo, la soberbia, la vanidad, las mujeres, la comida, etc., son para el de Hipona movimientos malignos del alma, retortijones indeseados y enfermizos que ajan la salud y la buena disposición interna del hombre de bien. Y es que dentro de la filosofía agustiniana aletea un sentido elevadísimo de lo sublime, un recuerdo tan vivo, tan vigoroso de lo divino, que deriva en un profundo e irrefrenable deseo de retornar a lo perfecto, que sólo puede ser encontrado y conquistado a través de un cuidadoso esfuerzo por detectar hasta el más mínimo retoño de placer.

En sus confesiones, Agustín revela y es completamente fiel a su alto sentido de lo sublime, pues desglosa, analiza y vitupera de forma prolija y dedicada, cada uno de sus impulsos y emociones opacas, evidentes y únicas culpables, sin opción a defensa, de su más profundo pesar y congoja, de sus más gélidas noches, de sus más solitarios días, que por estar lejos de lo divino, parecen evos enzarzados en una lucha a brazo partido contra las escurridizas y sutilísimas formas del placer, que con magnética potencia, imantan toda su voluntad, embarazando su camino hacia el amor dilatado de las alturas.

Esta lucha hace palmario el efecto embriagador y atractivo del placer, que en la filosofía agustiniana aparece en forma de cárcel o grillete de falaz brillo, que se abre ante los ojos del hombre, envuelta en una miríada de volutas voluptuosas y apócrifas que lo único que hacen es alejar el alma de su nido celestial.

La interioridad humana abarca en sí, y de forma inevitable todos estos potentísimos impulsos intestinos de oscura naturaleza, pero esa misma interioridad percibe con mira perspicaz otra faceta, otra cara, otro espectro, tan real, o más bien, más real y perfecto, diáfano y pulcro, que se aposta incólume frente a su contrario con el cual coexiste, y al cual se ve indefectiblemente relacionado. Del careo de estos dos principios antagónicos surge el concepto y la muy importante ubicación y definición del bien y del mal.

Para Agustín todo el trajinar humano discurre por la liza agonal que recibe y encuentra a la materia y al espíritu, elementos causales de lo malo y lo bueno respectivamente. En la doctrina agustiniana se desliga a Dios de toda posibilidad de vincularlo de algún modo con la realidad innegable del mal, pues esto significaría embadurnar su perfecta y misericordiosa esencia; para esto Agustín traslada todo el negro peso de la existencia de lo maligno al hombre, toda la bruna gravedad de lo malo es deslindada de lo divino y es depositada en los indefensos y yermos hombros del ser humano, que no sólo ha sido arrojado a la existencia, sino que es, precisamente él, el epicentro causal de todo mal en la que tendría que haber sido una perfecta creación, un maravilloso paraíso.

Es el libre albedrío humano la fuente de donde emana todo el miasma existente y por existir; es el autogobierno, la libertad del alma la que, a pesar de proceder de Dios, tiene la extraña capacidad y el exclusivo privilegio de producir mal, pues es ella la que mediante el ejercicio de su poder de elección selecciona los derroteros a seguir, es ella, y nadie más que ella, la que por una especie de falla de fábrica, siente los jalones fortísimos de las pasiones y decide alistarse en sus filas poniéndose a sus servicios.

En Agustín el mal es entendido como privación de bien, como ausencia de lo divino, como espacio borrado o extraviado que sirve de cultivo fértil y propicio para los más despreciables frutos: los de la materia. Esta definición deriva suave y armónicamente de la inclusión dentro de la filosofía del mal agustiniano de la creación de la nada, lo que permite que Dios se ubique lejos del mal, pues Él no forma parte activa de la creación, no es compuesto multiplicado que se encuentra esencialmente en todo lo existente, sino que ha creado todo de la nada, ha creado también un ser espiritual atrapado en la casi que indomable pesadez de la materia, un ser que lleva la libertad como marca indeleble e inconfundible de su condición humana, un ser en el que las fuerzas de la luz y de la oscuridad fraguan ferozmente en su interior intentando atraerlo para sí, tratando de congraciarse con su libre albedrío que decidirá si estrecha la mano de lo claro o de lo bruno.

El hombre, por ser creación divina, guarda dentro de su naturaleza el eco rotundo de lo sublime, el susurro a gritos del alma, que a pesar de su encarcelamiento en la materia siente el cosquilleo rutilante de su origen divino, siente en lo más hondo de sí, el leño crepitante de su objetivo más elevado: El retorno a Dios. Y es que en Agustín el hombre ha nacido para cosas mayores, ha existido, existe y existirá para elevar el mentón hacia lo divino, pues es allí en donde se encuentra su origen y su verdadera felicidad, y es precisamente esta felicidad la que vale la pena, y hacia ella es que el hombre debe dirigir su voluntad, sin dejarse obnubilar por los pegajosos tentáculos del placer.

La libertad humana está siempre inquieta, vive en constante discernimiento, está siempre sujeta a su acción innata de autogobierno que se encuentra siempre frente a dos caminos, de los cuales tiene que inclinarse por uno, sin embargo, su esencia divina ha cruzado un surco conciso que marca claramente su meta elevada,: su regreso definitivo a los seguros y calmos brazos de Dios. Es este pues el papel más trascendental de el libre albedrío, a saber, contemplar el camino bifurcado, y tomar la importantísima decisión de andar uno de ellos.

En el correcto uso de la libertad el hombre encuentra y se da sí mismo la felicidad, pero si decide desviarse y prosternarse a orillas del placer, si toma la determinación de acurrucarse en el regazo de la felicidad material y de su respectivo amor, estará frustrando y negando su posibilidad de fundirse con y en la extensísima misericordia de Dios, para conformarse y dejarse engañar por una felicidad de orden infinitamente menor, una felicidad anegada de la meliflua viscosidad del amor terrenal, de la fijación material, de la pasión por la criatura, que entorpece el anhelo secreto y reprimido del alma de retornar a su excelso origen.

Este es el trágico destino de una libertad de vuelo raso que por falta de contundencia, y talvez de oídos atentos, no ha sido capaz de dirigir su andar hacia las alturas, para de esa forma pasar de caminar a volar, de amar a lo terrenal a amar a lo divino, de felicidad temporal a felicidad eterna.

Es el libre albedrío el único responsable de la posterior perdición o salvación del hombre, sin embargo, ella no actúa sola en esta tan exigente empresa, sino que apoyada en un sincretismo de razón y fe logra su cometido. Hay que entender para creer, y creer para entender, y es esta máxima agustiniana la que le sirve de soporte al libre albedrío, que ahora ya no es un mero poder seleccionador que va por ahí al tanteo, intentando dirigir, sino que ahora puede ver con los ojos de la razón y los ojos de la fe, ahora se esfuerza por entender y creer en lo divino, para así alivianar la hisurta carga que lacera su espalda, ahora este hombre que entiende y que cree puede clarificar los futuros derroteros de su libertad, pues con esa razón que cree, su visión se amplifica enormemente, su escozor por lo divino se atiza y su sed de Dios coloniza todo su ser, haciendo que su determinación interna sea más fuerte y termine por inclinarse hacia lo divino en detrimento de lo material, alcanzando así su feliz salvación que llega y es conquistada gracias a la acción redentora de un esforzado ascetismo.

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